10 dic 2010

LA PRIMERA SIRENA CANTABA

La primera Sirena cantaba

 
 
Porque tú lo has pedido escribo esta historia. Y para ello he tomado la tinta de un calamar, la pluma de una gaviota y el arena de la playa de Varadero mientras miro al Mar Egeo. O tal vez para otro mar.
Porque solo sé que alli hubo un reino. Y el Rey tuvo un hija. Y la hija era la mujer mas bella de su reino. Y el rey sentia el orgullo paternal hecho de carne y el gobierno de la isla hecho de miel. Tal era su alegria, cuando nació la princesa.




Por aquellos tiempos los hombres eran casi dioses y los griegos eran sus maestros. Las mujeres eran bellas piezas de salón, adornos del titán, silenciosas servidoras del plumaje. Aves del Paraiso Terrenal o algo asi solo eran.
Los banquetes del Palacio, orgias de vinos y corderos asados eran. Los guerreros cargados de filosas armas al rey adoraban y a su lado al enemigo matar podian. Y las princesas eran premio que los reyes daban no a mejor ciudadano ni al mejor partido, sino al mas rudo de sus gladiadores. Y vino esta princesa, y llega una noche de luna llena.
Las cuerdas vibraban en los instrumentos,
los tambores ensordecian los timpanos auriculares y las glotonas gargantas gruñian “cantos” de victoria celebrando las futuras batallas al son de la borrachera.
Esa noche, afuera, en el balcón del frente de palacio, la princesa contemplaba la luna llena, cuando un gañán pasaba a cabalgadura lenta frente a su asiento. El jóven, a ver a la Princesa sentada alli, a solas, mientras el ruido de los tambores y las voces del salón comedor hendian la solitud de la noche, bajóse de su equino transportador y se inclina en profunda reverencia ante la bella mujer.
Y surgió una luz.
Esa luz interna habia de llenar el delicado corazón de la princesa.
Pero el muchacho era un hijo del pueblo, un plebeyo. Y a los plebeyos se les prohibia siquiera mentar por nombre a sus Señores y mucho menos podian acercarse a la princesa.
Pero el jóven jinete se acercó bastante al saludar. “Sois osado, pleveyo, al acercaros…”
“¿No os toca la luna a vuestra Alteza?”
“De cierto.”
“Si Selena besaros puede, Alteza; me permito ofreceros mis ‘careyes’ en prenda de mis respetos….”
La mujer en traje de princesita consentida aceptó la oferta. Una pulsera de concha de carey tallada con unas palabras sencillas:
“Os Amo.”
Y se marchó al galope.
Los dias pasaron y uno de los alabaderos del Rey se lo enteró a la brisa, y los vientos soplaron más allá de los confines de su reino, y las historias crecieron y crecieron y se hicieron eco de todas las perversiones de un mundo rudo y casi animal.
Luego vinieron las batallas y los guerreros se mataban entre si por ganarse la voluntad del Rey, para que les diera su princesa. No por amor, por lo otro…
Y en las noches de plenilunio la princesa sentada en su balcón esperaba ver pasar aunque de lejos a su pleveyo cabalgante.
Y su corazón penaba de dolor y ausencia, y ella comenzó a cantar sus cuitas de amor. asi nació de su garganta una queja, de su ilusión un gemido y de sus notas un oleaje de ciervos que saltaban sobre valles y montañas, se alojaban en los cielos y de alli atraian a los marineros con sus cantos y las velas de las naves se convertian en gaviotas y volaban por los mares y hablaban de una mujer, de una princesa, de una leyenda y la historia creció sin que la pobre princesita supiera que era ella y su sufrir lo que las aves cantaban.
Y llegó una tarde en que el gladiador mas rudo reclama a su rey, la mano de la princesa. “Mi Trofeo”, decia.
Y el Rey, aun cuando medio a su disgusto, dispónese a cumplir las leyes de su reino.
“Mañana os casais”, fueron sus palabras.
“Pero, padre…”
“¡Majestad!”
“Majestad, yo no amo a ese hombre..”
“El Reino tiene sus leyes.”
“Y yo tengo un corazón”
“¿Es que osáis desobedecer a tu Rey?”
“No, padre, me atrevo a amar…al hombre que mi corazón ha escogido para esposo.”
El Rey se encoleriza y parte de la alcoba de sus hija con un fuerte portazo. Manda a
que le traigan al jóven plebeyo y ante sus tropas y ella lo increpa.
“¿Os atrevisteis a fijar tus miserables ojos sobre la delicadeza real de la Princesa. Por tu crimen serás mañana echado a la bahia de los tiburones.”
Y de nada valieron los ruegos ni las lágrimas de su hija. Al amanecer una multitud se reune a las orillas del mar para ver la ejecución de uno de los suyos por el simple y grave delito de amar.
Encerrada en la torre por órdenes de su padre, la princesita cantaba durante toda la noche sus cuitas de amor. La torre estaba situada a la orilla del mar. Tal vez desde alli podia ofrecerle a su amado un último
adiós.
La multitud de entre borrachos, guerreros sin almas y madres fieles hacian un ruido de voces confundidas con los de vivas al rey.
Y los tiburones enardecidos realizaron su macabra misión sin siquiera respirar.
Unos dias mas tarde el rey manda a sacar a la princesa de su encierro y llevarla a la orilla del mar, justo donde sacrificaran, por sus deseos, al amor de la princesa.
“Mirad, ya vuestro plebeyo no existe; ahora os casareis.”
Luego llega el dia.
El dia de las anunciadas bodas la isla amaneció de fiesta. Unos y otros todos bebian, gritaban, alardeaban con sus adulonas armas y barbas sudorosas, olientes a pescado seco o carnero sin lavar, y se movian en todas las direcciones tratando de acabar tan cerca como pudieran a la ceremonia real.
Y el momento no se hizo esperar, el palacio, la torre y el mar andan muy cerca el uno del otro y alli, la cermonia del juramento, siguiendo las costumbres se ha de tomar.
Marchan, Rey, Pincesa y demás por la orilla del mar. Regocijado el Rey descuida su brazo, mientras su hija, su princesa, canta una tonada sin igual.
Un salto, un grito, uno como terremoto humano, una manada de tiburones, unas manchas de sangre y una canción que surge de entre las olas y una leyenda mas.
Cantan las ballenas desde entonces; rien las olas al jugar, crispan las caracolas el sonido del carey y cantan en los corazones del marinero y sus hermanas, la ilusión de amor, que nos legara una mujer que supo amar.
Esa mujer, princesa, novia y amor, es para nosotros, hermanos,
 la que se llamó…SIRENA.

Don Gilberto

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