10 dic 2010

ADIOS A MI

Adios a mi

 
Las blancas arenas de la playa relucían bajo el sol de la tarde allí, desde el fin del muelle extendiéndose a la distancia hacia el este de la bahía. Y a todo lo largo de esa distancia se alineaban los residentes del barrio de La Punta, confín y final del pueblito y puerto, hogar y vida de los pobladores de aquella maravillosa isla de coral. Nuestro barco había permanecido en puerto más de una semana cargando azúcar, licores y muchos artículos de alfarería traídos de las ciudades cercanas.


Nosotros, los tripulantes de aquél barco éramos hombres venidos de muchas latitudes distintas, unidos solamente por la relación del empleo que, las mas de las veces, no nos entendíamos como no fuera por ese vocabulario babeliano que suele desarrollarse entre los hombres del mar y los portuarios de ciertas partes del mundo, como por ejemplo, – si se me permite la digresión, – la Lingua Franca del Mediterráneo, El Papiamento de Curazao y Aruba, o el Lunfardo del Mar Del Plata, etc.- habíamos muchos trabado algunas amigables conversaciones con varios de los vecinos del lugar. Por consiguiente y, siguiendo las tradiciones, las costumbres y a menudo la única forma de distracción ajena al diario bregar que había allí, se alineaban a lo largo de la playa, siguiendo todo el litoral hasta su fin, en una como multitudinaria despedida al amigo que se aleja, al aventurero que echa manos a su manta y al Quijote que monta su Rocinante.

Poco a poco, pausadamente el costado de babor se fue separando del muelle. Las hélices, aunque gigantescas comenzaron a girar con delicadeza digna de una chica puberina, mientras que los fogoneros atizaban velozmente sus calderas y el giro de los pistones hacia temblar hasta las copas en sus anaqueles. Poderosas y a veces acres y groseras voces brotaban del puente de mando y eran repetidas a rico sinson aguardentosos de pilotos, prácticos, contramaestres e ingenieros mientras la popa comenzaba a separarse del muelle, libre ya de su último cabo.
De pronto, por delante de la negra chimenea brota un blanco chorro de vapor que manda su ronquido por aguas, montes, cerros y valles lejanos…ensordeciéndonos a todos y ahogando las voces de mando en competencia con el “winch” que puja y se estremece tratando de elevar, eslabón tras eslabón, la pesada ancla. Y ya la distancia entre muelle y nave se agranda y crece, superada solamente por los sentimientos que embargan los corazones aún cuando solo sea o haya sido un leve encuentro de humanidades.
Yo estaba al mando de las maniobras a popa. Mi circulo de visión de lo que quedaba del muelle y la playa, con sus gentes acumuladas y como a paso de marcha funeral moviéndose a la velocidad del barco para estar cerca de nosotros hasta el momento mismo de perdernos en la invisibilidad de la distancia, digo; como que viajaban un poco conmigo. Y conmigo caminaba ella.
No sabría decir yo aqui, y ahora, que la había visto antes. No sabia yo su nombre ni como sonreía…pero, de pronto, no se como, a unas trescientas brazas de distancia, sobre el arena, entre todo aquel gentío, una cara de joven mujer se clavó en mis ojos. ¡Santo Dios, que criatura! Mis manos temblaron un tanto. “¿Dónde ha estado, por qué no la he visto antes…?” Y me llenaban las malditas sirenas de las islas griegas la cabeza de preguntas. ¡Cuan bella es esa criatura…!…y me parece que me mira…
“¡Mil diablos, que hembra!”
La voz me hendía un puñal en el medio del cerebro. No se quien hablaba, solo se que era a mi que la chica miraba.
“Contramaestre, ni se ocupe, yo vuelvo aqui por esa mujer…”
“¿Y que te hace pensar que a es ti a quien mira y saluda?”
La voz del Capitán resonó con la fuerza de un rayo en el sudor de nuestros cuerpos.
“Aseguren las bodegas, esta noche tendremos tormentas.”
Todos los brazos disponibles continuamos los trabajos de preparar para el mal tiempo, a pesar de que la tarde lucia serena, soleada, apacible. El Mar tiene esas cosas…y un buen capitán, mejor que nadie las sabe. Y los trabajos continuaron largamente. Pero al rato yo subo al puente a consultar al Primer Oficial sobre ciertos aspectos del manejo del personal nuevo que habíamos contratado en este puerto.
El Oficial miraba, a través de sus anteojos, lo que divisarse podía del final de la playa, ya casi perdida en la distancia.
“¿Me permite, señor, los anteojos?”
“¿Qué, a ti también te quemó su mirada?”
No escuchaba yo; mi mente estaba sumamente ocupada buscando entre las arenas aquella figura de mujer con la sonrisa de cielos abiertos y los ojos tristes que ahora, de rodillas, en la distancia, recogía caracolas.

Don Gilberto

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