10 dic 2010

AZUL DE MANIQUI

Azul de Maniquí

 
Delicadamente la anciana depositó el estrujado papel sobre mesita de la sala, la de al lado del sofá, mientras que su cara, que una vez pudo haber sido muy bella exhibía las grietas del tiempo y de las penurias cual si fuera uno de esos campos agrestes de los valles volcánicos. Miró entonces hacia el escritorio donde su único hijo pasaba tantas horas leyendo novelas de amor y escribiendo no se sabe qué, se dirigió allí y tomó entre sus arrugadas manos una nota húmeda que mas parecía ensangrentada de azul.


Leyó.
“En un álbum azul están los versos
que tu ausencia llenó de soledad,
son las tristes cenizas del recuerdo,
nada mas que cenizas, nada mas…”
Como decía el tango argentino.

Las enormes manchas de la tinta derramada acusaban un descuido que hasta ahora la pobre madre nunca antes observara en su solitario y silencioso hijo. Tratando de reprimir un rudo palpitar del corazón que apresuradamente se le hinchaba dentro del pecho, la pobre mujer, cautelosa y pausadamente abrió la puerta del dormitorio del muchacho, no sin antes llamarlo bajito y prudentemente, “hijo, estas ahí?”.
Solo las notas sordas del silencio respondieron, corcheas que como golondrinas volaran en el verano hacia lejanas arboledas y antiguos aleros sin preocuparse de la noche. Nada dicho, grito en el alma, lágrima salobre que pulsa por rodar. Lecho regado, como nunca antes lo vio, la pierna derecha colgando delante de la cama; el cuerpo tranquilo, la voz ausente, mi hijo duerme, pensó. Mas…
Las horas pasaron. Y ella, la madre, esperando, como esperan las novias cuando parten los barcos y esperan las viudas del soldado que ha marchado a la guerra. Y mas horas, mas espera, mayor preocupación…
Entreabriendo la puerta, cautelosamente la buena mujer volvió a mirar, de nuevo llamando bajito, con su suave y arrulladora voz, que mas parecía un pedacito de nota escapada de un silencio pastoral. Pero el hijo, que siempre le respondía su llamando con delicadas palabras, guardaba silencio…
Un frío espantoso recorrió toda la espalda de la pobre mujer, desde los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies.
Con esa sutil delicadeza que adorna a nuestras madres le palpó la frente, le besó el cabello y le entreabrió los ojos…frío, Señor, frío estaba el cuerpo serenamente acostado en la misma posición que le había visto tantas horas antes.
Afirmando su espalda al Eterno, se incorporó la buena mujer y miró al reloj: ya el antiquísimo péndulo, reliquia de una abuela ya muchos años ausente de esta tierra, y con estoico silencio le escuchó dar sus doce campanadas.
Doce campanadas, como las que daban los templos y las capillas de la historia para llenar los senos de humildad y los cofres de recuerdos. Un inoportuno suspiro quiso cortar su pensamiento. Hielo mas frío jamás el polo produjo, porque los polos no producen hielo de corazones destrozados ni de madres que sangran sus heridas en silencio y soledad. Muchas notas emborronadas de tinta había en el piso, la cama y el alféizar de la ventana.
Aquello no era lo que su hijo acostumbraba a presentar al que entraba en su cuarto….. un pedazo de papel cualquiera llamo su atención…..
“Cristal tu corazón, tu reír, tu mirar,
tu besos y tu voz…”
y de nuevo, el otro anterior:
“…en un álbum azul están los versos
que tu esencia……..”
De pronto, como si le golpearan el cerebro con un mallete de mil carreras, corrió al librero en busca de no sabia que, pero azul. Nada. ¡Oh, la gaveta del viejo escritorio y, ya! Allí, guardado bajo una llavecita que ahora se ofrecía ante sus ojos, lo que antes no sucedía, porque su hijo, a quien su padre antes de morir se la había regalado, siempre la cargaba en sus bolsillos con recelo, un álbum forrado enteramente de azul, abría sus hojas y le mostraba sus secretos. La pobre madre abrió el libro que se antojaba era como entre álbum, diario y florero, a juzgar por las gardenias que guardaba, su cabeza contra mil mareos y gruesas lágrimas luchaba. Intento leer.
Como si leer pudiera una anciana sola, cuyo hijo único yace allí, en la cama, frío cadáver, buscando un “adiós”. “Madre, no pude mas…. Sócrates, mas sabio que yo, tomó la cicuta acostado para cumplir su sentencia…honrosa es la muerte cuando la vida es tortura…”
Una como explosión volcánica quebró su silencioso proceder. Un grito, de lágrimas un raudal, de cólera, unos puños contraídos y del piso surgió un sonido áspero por demás. Cayó al suelo con la fuerza que caen esas rocas sueltas entre los astros cuando se tocan con otros planetas al pasar.
Y en aquella humilde casita de piedra y nogal, reinó el silencio por muchos días mas. Pero nada del hombre es eterno, y un día otoño la anciana también murió.
Los vientos y las golondrinas pasaban por el barrio sin darse cuenta siquiera del abandono en que la solitaria casita pasaba sus noches. Los chicos correteaban y lanzaban guijarros sin piedad, las verdes malezas crecían gozosas y trataban de penetrar por las ventanas del patio, y hasta el mísero gatito que rondaba por el barrio se distraía silente cazando los ratones que ahora pululaban por la hierba.
Y un poeta sin piernas cierta vez de pasada, al ver la casita que ahora lucia abandonada y cubierta de pasto y enredaderas florecidas. “Ideal”, se dijo. Y la ocupó, tomándola por suya.
Con gustoso abandono y tiempo sentado por no poder caminar, el bardo sin piernas se dió a mirar los muchos papeles que cuidadosamente guardados dejara el destino allí para su inintencional esparcimiento. Le picaba la curiosidad el azul que encontró: azul la tinta usada en esos papeles, azul la cubierta de muchos libros, Azul del tango mismo y azul….
“Oh”, se dijo, “pero que vemos aqui, que esto?”
“Madre”, decía la carta, y una historia humana de amor silente, de esas que rompen las represas de las aguas del mar de la vida con mas fuerzas tal vez, que la de un Ras De Mar, o tsunami, pugnaba por salir de las emborronadas páginas cuya tinta se le antojaba, estaban escritas con tintas mezcladas con lagrimas de hombre y no mas. Estas páginas, pensó el poeta, solo las debe leer un espíritu divino, una mujer con piel de seda y marfil, no ningún impío. Y leyó y leyó por muchas tardes.
“Una vez, cuando era muy chico aún, el señor de la tienda de ropa plantó una muñeca, un maniquí azul, con cara y figura de mujer en la ventana de cristal que exhibe sus mercancías al borde de la acera. Yo la vi sonreír. Esa mujer hecha maniquí, sonrió para mí. A diario, cuando me dirigía a la escuela, somnoliento en las mañanas, ella me saludaba con su sonrisa y, cuando volvía cansado y molesto por una mala nota que me diera algún maestro, con su sonrisa ella las penas me disipaba. Y así pasaron los años y yo crecí, crecí pensando en ella, mirándola y desgastándole la transparencia de la ventana al cristal. Mientras que el tendero cada temporada le cambiaba los vestidos para que la damas de nuevo le compraran, yo a diario un piropo le decía, una frase le acuñaba, un celebrar su belleza era mi día.
Cuando Don Juan, si, Don Juan se llamaba el viejo bodeguero que mezclaba la venta de comestibles con la de ropas extrañas; decía que las ventas estaban flojas y yo osadamente le hice una proposición: Si usted me permite ayudarlo, yo le fabrico unos bancos al cruzar de la calle, allí donde los viajeros se detienen a esperar el transporte y así, al sentarse las señoras y sus hijas allí, cómodamente pueden ver sus ropas y llegarse a la tienda a comprar…
Y trabajé muchas tardes y fines de semana en la construcción, que por cierto hice y pagué para que Don Juan no se negara. Y allí cada día del Señor me sentaba a mirar, simulando leer. Y cuando alguna vez que Don Juan me preguntaba como lucia el nuevo vestido traído de Nueva York que le puso al maniquí ayer, yo siempre le comentaba mi opinión, pero las mas de las veces le pedía que la vistiera de azul. Hasta que un día me preguntó:
“¿Por qué azul?”. “Por que azules son sus ojos, Don Juan.”
“¡Ostias,- me dijo;- azules los tengo yo!” y se echó a reír.
Y es que gusta el azul. Y por ello en las noches de luna llena, cuando la luz de allá arriba iluminaba el maniquí a través del cristal, yo fingía caminar para no atraer la atención de los parroquianos mientras pasaban, diciéndole versos, hablándole mis cuitas de amor, intercambiando besos con ella, con sus brillantes ojos azules, con su esbelta figura. Hasta mi propia madre con disimulo una vez me insinuó suavemente que debía compartir un poquito de mi tiempo empleado en el banco frente a la tienda con algún amigo y, tal vez, iba siendo tiempo de buscarme una novia y planear mi futuro……
Inútil como hombre y cobarde ante la vida, mi timidez estrechamente guardada en mi pecho, gritaba, no; rugía por dentro de mi como un volcán con el deseo, la cruel demanda que le impone al hombre su física organización interna. La máquina del tiempo arrolla al que no se aparta o circula. Yo solo supe amarla sin paz. Y cuando ya se acercaban los treinta la tortura era cruel, tan cruel que no me permitía dormir, me dificultaba comer y hasta sentía deseos de no trabajar. Mientras mi madre en silencio me observaba.
Enflaquecí más de lo normal. Vecinas y amigas ayudaban a mamá a tratar de alimentarme y descansar por el bien de mi salud. Pero yo no necesitaba ayuda medicinal; yo estaba sediento de amor. Y mi amor estaba durante todo ese tiempo cifrado en una mujer de ojos azules dentro de la vidriera de la tienda de Don Juan. Ella nunca me reclamaba, era silente y amable conmigo, mujer ideal. Y pasara lo que pasara en mi vida siempre con una sonrisa me recibía y con una sonrisa adioses me regalaba.
Enfermé en silencio, y de silencio. Enfermé dentro de mis entrañas, dentro de mis fibras sensibles enfermé, y enfermé mi espíritu del dios alejándolo. También a mi madre enfermé. Y los vientos soplaban, las nubes corrían, las lunas viajeras cambiaban de luz y las luciérnagas se iban y volvían con las nuevas temporadas. Pero yo no cambiaba por nada.
Un día dijeron que se murió Don Juan. Días más tarde un nuevo dueño volvió a abrir la tienda y esta vez hubo un cambio total. Nuevas pinturas, mercancías exóticas, sedas de China, especias de la India, ropa de Paris, un nuevo día. Alegría de las damas, miseria de mí.
Una tarde, cuando regresaba del trabajo miré a la vidriera. ! Horror! No, no lo puedo creer. Me detuve, di unos cortos pasos y me fui a sentar frente a la tienda. Azul debió estar mi cara cuando una vecina que esperaba el transporte me observó, “pero hijo, ¡estás azul!!!” A rastras cargué con mis huesos ya bastante desgastados y lentamente, mas lentamente que la tortuga de la leyenda, apenas pude llegar a mi casa.
La cena me supo a truenos y la dulce voz de mi anciana madre gotitas de hiel melada me parecieron.
Al día siguiente, anteayer me llegué hasta el depósito municipal de la basura y busqué. Busqué alocadamente, como buscaban los Ángeles entre los infiernos para salvar su misión. Solo un pedazo de su rostro había entre los podridos desperdicios de las cocinas vecinales allí depositados para quemar. Un mutilado ojo, una esquina de sus labios, una herida pura miel…
Quise llevármela conmigo, pero el empleado me lo negó, traté de sobornarlo y me llamó al gendarme. El buen policía con penas me arrestó. “Yo se que eres un buen vecino, pero estás muy loco. No puedes, no.” Y la noche de mi vida se oscureció bajo el brillo de un sol de verano que sabia callar.
Aqui a solas, mi madre y yo. Pero más solo que un lucero en el firmamento estoy yo. No cabe el consuelo; ella no es más. Mi vida concluye aqui. Ya no hay más. Muerto mi amor, para que vivir ya… Lo pensé y lo penséis…basta ya!
Hice notas a mi madre y se las regué como para que notara que algo distinto pasaba. Se lo dije todo en azul. Azul como los ojos de mi amada, aunque la mujer que yo amaba fuera un maniquí. Mi madre es mujer, y la que es madre y mujer sabe entender.
Ahora me acuesto a descansar en silencio. Cuando quemen mi cuerpo, mi espíritu volará hacia el espacio azul y allí se encontrarán, ella, convertida en mi novia y princesa, yo, que amo a una mujer…
….que he amado y la amo, mujer de carne o maniquí.

Don Gilberto

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