10 dic 2010

LA MUJER DEL PUERTO

LA MUJER DEL PUERTO

> General, Narrativa — Gilberto

Loca de amor, Aleida se entrego a él, allá en un lugar de Sitiecito. Pedro era el hijo del Supervisor militar de Sagua. Era muy buen mozo y reía con facilidad, gastaba mucho y no trabajaba y papá le daba todos los gustos que se le antojaran. Comparado con los otros jóvenes de la zona, el les parecía a las chicas el mejor partido. Lo que se dijera de él era pues, pura envidia.
Todos sabían que Pedro enamoraba infelices chicas, las embarazaba y luego las abandonaba. Y nadie podía reclamar, porque su padre que era el mandón de turno y lo protegía.
El y yo vamos a vivir a La Habana, lejos de toda esta gente chismosa, decía ella con convicción; él me lo ha jurado a mí.
Dime amiga, ¿y cuándo va tu “novio” a pedir tu mano? No sé; no creo que lo haga.
El dice que eso es una bobería, que los que nos vamos a casar somos él y yo, no los otros. Así que, para que nadie se meta, no hay que decírselo a nadie.
Ni a tus padres?
No, Pedro dice que de pronto nos casamos, venimos y les damos la sorpresa a sus padres y a los míos.
¿Ni velo, ni traje de..? No, él dice que lo que vamos a gastar en esas tonterías mejor lo ahorramos para el viaje a La Habana.
Y a los campos de yerba de guinea a disfrutar el papel de lecho nupcial decenas de veces. Hasta un día en que Aleida, preocupada le dijo, Pedro, ¿cuándo nos casamos?
Ah, chica, ya habrá tiempo para pensar en eso, no me molestes más….
Pedro, mi amor, es que yo estoy embarazada…
Ah, chica, no me vengas a mi con ese cuento ahora, ya yo estoy cansado de oír la misma historia.
Pedro, estoy embarazada y ya me cuesta trabajo ocultar la barriga, y es tu hijo….
¿Mi, hijo? ¿Ah, pero ahora tu me vienes con eso? Mira a ver con quién te has acostado por ahí. el que te lo hizo que te lo crie…
La infeliz muchacha fue a ver al militarote padre de Pedro, y le contó su historia.
Por Dios, capitán, si mi padre se entera me mata.
No te preocupes muchacha, yo arreglo eso.
Al día siguiente unos guardias se llevaron al padre de Aleida de su casa y le dieron una paliza bestial.
Y te callas la lengua o las vas a pasar peor.
Lo tiraron por una cuneta ensangrentado.
Luego recogieron a Aleida en su casa y la depositaron en un prostíbulo de Sagua, donde la matrona, buscando favor con el militar prometió ayudarla.
Y este jefe militar, el padre de Pedro, de vez en cuando pasó por allí y exigió que Aleida se acostara con él, aun estando así, embarazada de y por su propio hijo.
Sola frente al mundo, ahora con un hijo, se escapó de allí y se fue a La Isabela, al burdel de Rosa La Jamaiquina.
La gigantesca negra la recogió en su casa y le procuró una vecina que cuidara del chico mientras Aleida “trabajaba” con los clientes, marineros extranjeros en su mayoría.
Ahora tú llamarte Talía, no más Aleida. Tu pasado morir ya.
Con una marcada timidez Aleida, ahora Talía a veces llevaba su hijito a la playa pública, luego lo mandó al kindergarten y los días pasaron.
Mas un buen día vino un nuevo pescador a buscar sus servicios. Este hombre era un gallego bronceado por el sol y quemado por la sal hasta las axilas dado su trabajo en una nave pesquera de esas que barren los fondos de las costas con el chinchorro.
Era un hombre de apariencia tosca y hablar poco, pero respetuoso. La miró muchas veces.
La visitó asiduamente y conoció al chico.
Un día llevó el chico al Teatro Sanz y le compró churros.
Y el chico comenzó a quererlo.
Dionisio, que así se llamaba el hombre, un buen día le preguntó a la jamaiquina si podía llevar a Talía almorzar al barco.
¿Qué tu querer p’a mi, arrobammela? No, yo te respeto.
Talía almorzó a bordo del vivero ese día.
Y ya Dionisio no volvió a ir a mercar sus servicios carnales otra vez.
Siempre que estaba en puerto buscaba al chico y le hacía regalitos y lo distraía jugando con él hasta que Talía le dijo un día.
Oye Dionisio, ¿tú quieres mucho a mi hijo?
Pues, ostias, ¿que no lo vés?
¿No tienes hijos tú?
No tengo a nadie en este mundo. Soy solo.
Rosa tenía un noble corazón y, un buen día, tomó a Talía de la mano y cargando con su descomunal gordura, la llevó hasta el pobre cuartucho en que vivía Dionisio.
El gallego, sorprendido no atinaba a pronunciar una palabra.
Tu no preocuparse gallego, tu casarte con Talía, yo, madrina. Así tu tener mujer y hijo.
Los dejó allí plantados y se fue llorando.
Talía se quedó con Dionisio y si, se casaron.
Y si, Rosa la Jamaiquina fue la madrina de bodas… y del chico también,
Y pasaron muchos meses.
Y un día la Isabela se llenó de visitantes.
Era el 16 de Septiembre, el Día de la Patrona del mar, Nuestra Señora del Carmen.
Las playas, calles y bahía por igual rebozaban de visitantes, religiosos comerciantes, enamorados… El puerto enarbolando sus banderas y la alegría brotaba de todos los corazones al unisono… También la bebida corrió a chorreras.
Y llegó la tarde.
Tradicionalmente el parque isabelino, acurrucadito al lado de la iglesia, se llenaba de charladores, músicos, poetas y de aquellos que disfrutaban el caminar solos o en grupos dando vueltas por el parque mientras la banda de voluntarios tocaba melodías para el corazón.
Los matrimonios, y las chicas solas o en grupos, en una dirección.
Los hombres solos en la dirección opuesta.
Esta vieja costumbre facilita el encuentro, el saludo y el piropo, antesala del noviazgo.
Para esa hora ya recorrían las calles algunos borrachos también.
Así aparecieron paseando un par de hombres bastante bien vestidos, pero que parecían haber ingerido unas copas de más.
¡Oh, Dios, Dionisio, vámonos de aquí, pronto vámonos!
¿Pero qué os pasa mujer?
Es él, es él.
Si, soy yo; soy yo, guajira tu macho de oro. Yo, tu primero…
Oiga amigo, ¿qué se trae usté con mi mujer?
Jajaja, su mujer; que idiota. Su mujer, esa puttt…a.
Oiga, respete, aguántese la lengua…
Jaja me vas a amenazar a mí, gallego de mierda… ¿tú sabes quién soy yo?
Por mí que sea usté Nerón.
Mira, come mierda… tu cargaste con el grillo este,
¿Tu no sabes que por eso dicen las gentes que “Los Gallegos y la auras son la limpieza de Cuba?
La sangre a borbotones corrió por el pavimento.
Como un rayo del cielo mismo la tijera se clavó en el pecho del miserable Pedro.
Vamos, Dionisio, que ya es tarde y el niño tiene que dormir.
¿Pero qué has hecho, mujer?
No fui yo, Dionisio, fue Dios que curó una lepra.




 

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